Antes y después de la pandemia
Por: Mons. Luis Martín Barraza Beltrán
BUENA NUEVA.- La crisis sanitaria provocada por el coronavirus es de esos acontecimientos que marcan un antes y un después, por el impacto causado en todos los ámbitos de la convivencia humana: social, político, cultural, religioso, etc. Como en otros temas, uno será el cambio que debiera producir y otro el que realmente suceda. Unos dicen que simplemente se asimilará como tantas otras catástrofes y la vida continuará su paso, impulsada por una complejidad de factores. Otros piensan que tendrán que replantearse muchas cosas y emprender grandes trasformaciones.
Creo que hay algo de razón en los dos puntos de vista. Es cierto que hay muchas cosas que debemos cuestionar para mejorar, pero también es cierto que los cambios estructurales de la convivencia humana suceden muy lentamente. Como que al impacto exterior de las cosas debe corresponder un cambio interior de mentalidad y sensibilidad, construir otro tipo de ser humano. Aquí es donde está el mayor problema. Cuando las evidencias externas son captadas de diferente manera por cada uno, se inhibe el efecto de los fenómenos. En la contingencia que vivimos hay desde quienes niegan la crisis, hasta los que están paralizados porque perciben su gravedad, pasando por los que tomando sus precauciones siguen adelante.
Tratando de encontrar el justo medio de estas actitudes, pues la pandemia por sí misma no nos traerá la gran transformación, y precisamente por ello no deberemos desaprovechar la situación para aprender algunas lecciones o reflexionar algunos temas. El hecho de que haya pérdida de vidas humanas es razón suficiente para no permitir que estas muertes sean estériles o una simple estadística. Sin mucha especialización en el tema y sin pretender querer decir que son las más importantes, menciono algo:
1. «Estamos en el mismo barco», decía el Papa Francisco en la bendición Urbi et orbi del 27 de marzo, igual de frágiles y de importantes. Las clasificaciones que nosotros hacemos de los seres humanos, donde consideramos más importantes a unos que a otros, son sumamente relativas a la común indigencia que nos acompaña a todos. Toda grandeza en este mundo tiene «pies de barro». «Como hierba que florece y se renueva por la mañana, y por la tarde la ciegan y se seca» (Sal 90,6), es la condición de cada uno. Lo único que debe distinguir a las personas es su calidad humana, su capacidad de servicio, de misericordia y caridad. Cuidemos que nadie se quede fuera de las condiciones dignas de vida.
2. La experiencia de los límites es mejor sobrellevarla en una sana experiencia de fe. Situarnos frente a un Tú amoroso nos rescata del pesimismo de la existencia y nos reconcilia con nuestra condición de creatura. También modera nuestra soberbia. Ninguna otra relación nos ubicará en nuestra verdad (humildad). Necesitamos del Ser superior, pero no cualquiera, sino del de rostro paterno como nos lo ha revelado Jesucristo. Esto nos invita a buscar hacer nuestra la experiencia que hizo Jesucristo de Dios; Él es el hombre más fraterno porque es el mejor adorador del Dios que «derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes» (Lc 1,52).