Bienaventurados los misericordiosos… (Mt 5,7)

Por: Mons. Luis Martín Barraza Beltrán, obispo de Torreón

BUENA NUEVA.- El domingo pasado meditábamos sobre el camino de la corrección fraterna, para buscar la conversión del pecador. Solo esto justifica meternos con las fallas de los demás. Ahora no se trata tanto de la corrección del pecador, sino de la actitud que se debe mantener frente a las ofensas. También ahora se nos invita a buscar una solución pensando en el otro, aunque sea un pecador. En este caso, hacer el camino de la corrección fraterna resulta casi imposible, por la indignación que causa la ofensa. El deseo de venganza aflora inmediatamente. Se trata de un instinto primario que pretende legitimarse por sí mismo. Agravado por la cultura individualista en la que vivimos, es fácil que perdamos la dimensión social del pecado. Tanto el que ofende como el agraviado sienten que es solo problema suyo. Cada uno busca su reivindicación propia, uno en sus justificaciones racionales o sus ritos y el otro en su desquite. A ninguno se le ocurre buscar la solución pensando en el otro.

También en este caso, el pecado es como una herida en el agresor que debe ser curada. Tal vez solo el creyente tenga el atrevimiento de ver en su agresor un hermano herido. El pecador en ningún momento deberá de perder su condición de hermano frente al creyente. Pedro no deja de llamar a quien lo ofende, hermano: «Si mi hermano me ofende…». Aunque su propuesta tiene límites, Jesús lo invitará a liberarse de odios y rencores siempre.

Como discípulos de Jesús debemos aprender a tomar responsabilidad de quienes nos causan algún mal: «Amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen» (Mt 5,44). De otro modo, ¿cuál es el mérito o la diferencia de ser creyentes? Odiar y hacer el mal a los enemigos lo hacen todos (Mt 5,46-47). No se trata de ser cómplices de las injusticias y sufrimientos que se infringen a los hermanos, muchos menos a los más frágiles. Esto es intrínseca y objetivamente malo. Se trata aquí de las actitudes con las que reaccionamos a las ofensas. No podemos olvidar que nuestra Salvación se apoya en la misericordia de Dios. Hay reacciones que son más violentas que el daño recibido.

«El amor de Cristo nos apremia, al pensar que, si uno ha muerto por todos, todos por consiguiente han muerto… Así que ahora no valoramos a nadie con criterios humanos» (2 Cor 5,14.16). No hay ninguna otra explicación a lo absurdo que nos puede parecer el perdón más que el amor de Cristo, que murió y resucitó para ser Señor de vivos y muertos, como escucharemos en la liturgia de este domingo (Rom 14,9). En realidad, el perdón a nuestros hermanos ya lo debemos. Seguramente todos hemos sido beneficiados de la misericordia de alguien, se nos ha perdonado algo. De lo que no cabe duda es que hemos sido rescatados por Cristo del pecado: «Todos, tanto judíos como no judíos, están bajo el pecado…» (Rom 3,9). Por lo tanto: «Ninguno de nosotros vive para sí mismo…» (Rom 14,7).

La indignación que sintieron los del Evangelio por el trato sin misericordia del que había sido perdonado, la merecemos cada uno cuando procede igual, porque se nos ha perdonado una deuda que no podíamos pagar. Ninguna ofensa iguala a la que se nos ha perdonado en Cristo.