“Destruid este santuario y en tres días lo levantaré”

III Domingo de Cuaresma (Jn 2,13-25).
Por P. Aurelio González
Nos encontramos prácticamente a la mitad de este camino de cuarenta días que nos ofrece la Iglesia, para llegar con un corazón mejor dispuesto a la celebración de la Pascua, la fiesta más importante de los cristianos, pues contemplamos la pasión, la muerte y la resurrección de nuestro Señor Jesucristo, núcleo y fundamento de nuestra fe. Hace quince días contemplamos a Jesús tentado en el desierto, revelándonos el misterio de su humanidad; el domingo pasado lo contemplamos transfigurado en el monte Tabor, revelándonos el misterio de su divinidad; hoy el evangelio nos invita a contemplarlo en el templo de Jerusalén, desde el cual se nos revela como el verdadero Templo.
En tiempos de Jesús es el templo de Jerusalén el máximo símbolo de la religiosidad de Israel, en el cual se reconocía una especial manifestación de Yahvé, el Dios de la Alianza. Los israelitas recurrían constantemente al monte Sión, para reafirmar su fidelidad como pueblo escogido, especial propiedad de Yahvé, en medio de los demás pueblos. Esta búsqueda por ser fieles al Dios que los había salvado la expresaban sacrificando corderos y otros animales en el altar del templo, actividad cultual que había generado toda una estructura comercial que adulteraba la naturaleza original del templo, de ser “tienda del encuentro de Dios con los hombres”.
Jesús, celoso de las cosas de su Padre denuncia con coraje la profanación que el regateo de la compra y venta provocaba del templo, junto con el desastroso desorden que implicaba una determinada cantidad de animales en los patios sagrados, esperando ser las víctimas del sacrificio cultual. Pero Jesús no se quedó solo en la indignación y la denuncia, aprovecha la caducidad y esterilidad del culto antiguo para revelarse como el verdadero Templo: “Destruid este santuario y en tres días lo levantaré”. El sacrificio de Cristo en la Cruz anula los sacrificios de la antigua ley y el hecho de la resurrección revela a Cristo como el nuevo templo, en el cual adoramos al Padre en espíritu y en verdad. En realidad los cristianos, en forma absoluta, no necesitamos de templos arquitectónicos porque el Resucitado es nuestro verdadero Templo; no necesitamos de altares hechos de piedra o de cualquier material, porque el Resucitado es nuestro único altar; no necesitamos sacrificar animales en culto, porque el Resucitado es el cordero que se ofrece de una vez para siempre por la salvación de toda la humanidad. A su vez, cada creyente, por el bautismo se constituye en verdadero templo, pues en nosotros habita el Espíritu que diviniza nuestra humanidad.
Hermano Jesús, tú eres el verdadero Templo, en el cual los cristianos reconocemos y adoramos al Padre; reconstruye en la vida de cada un@ de nosotros la imagen del Padre, tantas veces adulterada y de tantas formas profanada, a causa de nuestras inconsistencias y de nuestras inclinaciones al mal.