Domingo de la Sagrada Familia (Lc 2,22-40)
Por P. Aurelio González
Llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor…
El misterio de la Encarnación trasciende a la toda la vida de Jesús en su proceso de desarrollo, pues es en cada etapa de su madurez donde se va revelando su verdadera identidad, definida desde su naturaleza divina y su naturaleza humana. Después de haberlo contemplado en su nacimiento en el pesebre, plenamente humano y plenamente divino, ahora el Evangelio que nos ofrece la Iglesia, con motivo de la fiesta de la Sagrada Familia, nos presenta a Jesús en el templo de Jerusalén, quien apenas con cuarenta días de nacido es presentado en el templo, por sus padres María y José, para así cumplir con uno de los preceptos establecidos para los primogénitos por la ley mosaica. Los padres de Jesús se encaminan al templo de Jerusalén, como lo hacían las familias judías, más cuando se trataba del hijo primogénito, para consagrar la primicia de sus entrañas al servicio de Dios. El misterio de la Encarnación no solo se da al tomar carne del vientre de María, también se manifiesta en el hecho de necesitar de una familia que le brinde un hogar donde crecer y desarrollarse; y el misterio de la Encarnación también se revela en el hecho de asumir las tradiciones y preceptos que estaban vigentes en la sociedad y en la religión de ese tiempo. La identidad es la esencia de la persona y trasciende a las circunstancias sociales, culturales, legales y religiosas que están en el entorno donde los individuos crecemos y nos desarrollamos; Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre, y el cumplir con las tradiciones y preceptos establecidos para los seres humanos, no ensombrece su divinidad, más aún la resalta, porque en el proyecto de Dios lo más humano es lo más divino, y viceversa, lo más divino es lo más humano. Jesús no nace ni se desarrolla en condiciones especiales por el hecho de ser Dios, más aún, nace en condiciones de pobreza y marginación por debajo del común de los seres humanos de su tiempo, pero es en el pesebre donde más brilla su divinidad. Ahora la manera de contar Lucas su presentación en el templo también hace referencia a las condiciones de pobreza de la familia en la cual crecía, pues mientras había quienes llevaban en ofrenda animales de ganado, María y José presentan en ofrenda por su hijo solo un par de pichones; pero es a este Niño hijo de familia pobre a quien el viejo Simeón y la profetisa Ana van a reconocer como el verdadero Mesías, luz para alumbrar a las naciones.
Junto a María y a José aparecen estos dos personajes, Simeón y Ana, quienes asistidos por el Espíritu Santo ven el misterio de Dios en la presencia de aquel Niño. Simeón, hombre justo que esperaba la venida del Mesías, en la ancianidad sus ojos se llenan de luz a ver cumplida la promesa de Dios; mientras que Ana, mujer también de edad avanzada, al ver al Mesías encuentra recompensa de parte de Dios a su vida de oración y de ayuno que prestaba en el templo; en adelante la vida de Ana encontrará sentido hablando a todos acerca del misterio de ese Niño; ella en su ancianidad, después de ver a Jesús, se convierte en profeta, asumiendo el mismo carisma que inspira al profeta Simeón. El Evangelio nos revela en forma paralela el cántico de Simeón y el cántico de Ana, como respuesta de ambos a su encuentro con el Mesías de Israel.
El Evangelio de este domingo nos permite entender que la familia, cada familia, es una teofanía, así como lo fue la familia de Nazaret frente a los ojos de Simeón y de Ana; es decir, la familia es una manifestación de la presencia de Dios.
Al contemplar el misterio de Dios en el misterio de la familia que quiso tener en la tierra, pidamos por nuestra propia familia, para que desde las circunstancias y características que la definen, sea una teofanía, que ejerciendo su vocación al amor y a la vida en el seno de cada hogar brille la presencia de Dios.