El amor vigilante (Mt 25,1-13).

COLUMNA

Por Mons. Luis Martín Barraza Beltrán

«Velen, pues, porque no saben ni el día ni la hora». Con estas palabras recoge Jesús la parábola que acaba de narrar, dándonos la clave de su interpretación. Si Mateo le dedica una parábola a la vigilancia quiere decir que se trata de un tema de vital importancia, como los de cada parábola. La experiencia de las primeras comunidades es una advertencia para todos los tiempos. Frente a la expectativa del regreso de Jesús se va agotando la esperanza, porque no se cumple esta promesa. Junto con ello, comienza a relajarse la forma de vivir, no vale la pena navegar contracorriente de la cultura imperante. El Evangelio era escándalo para los judíos y locura para los paganos, no ameritaba considerarlo fuerza y sabiduría de Dios, a costa de grandes sacrificios (1Cor 2,22.24).

Llega el momento en el que no se puede «vivir de las rentas» del primer encuentro, será necesario volver al primer amor (Ap 2,4-5). Si no ponemos atención en saborear algo nuevo en la vivencia de nuestra fe cada día, seguramente se atrofiará. Es lo que sucede con todas las situaciones de la vida humana, la desatención, la superficialidad, las prisas acaban con la fiesta de la vida. Hasta lo más gozoso puede caer en el tedio y perder su encanto, más aun, lastimar la confianza por la sensación de haber sido engañados. No en vano, con los años, se van acabando las ilusiones y cuesta más querer recomenzar. 

Si prestamos atención, la falta de vigilancia termina con los más grandes y maravillosos proyectos, porque se pierde la capacidad de apreciar su novedad. Nos gusta lo nuevo y si no lo encontramos en el camino que llevamos, lo tomamos prestado de otros caminos. Pero lo importante es renovar nuestra vida, nuestro proyecto; es decir, encontrar novedad por el propio camino, no andar saltando de novedad en novedad para entretenernos. Cuando buscamos lo nuevo por lo nuevo o solo en la superficie de las cosas, los sentidos, las modas, la tecnología, perderemos el rumbo. Vivimos en la época de la diversión, en la que buscamos cada vez más experiencias nuevas y más intensas. El deseo de eternidad lo queremos llenar con «chatarra» del mundo. Nos hacemos adictos a todo, con tal de experimentar fantasías nuevas.

El reinventarse continuamente es una necesidad que viene de nuestro interior y que nos reclama el entorno. Esta pandemia que vivimos, lamentable por los muertos y las afectaciones económicas, por otro lado, nos está invitando a reinventarnos desde más adentro, resulta una experiencia de novedad dolorosa. Tendremos que aprovecharla muy bien para ponernos en un comienzo digno de nuestro deseo profundo de renovación, para no necesitar de tanto autoengaño para tratar de vencer la rutina. Ojalá logremos poner los cimientos de algo que corresponda al sueño que Dios tiene sobre la humanidad.

El Papa Francisco nos habla de la corrupción espiritual, como contraria a la actitud de la vigilancia y nos dice que «es peor que la caída de un pecador, porque se trata de una ceguera cómoda y autosuficiente donde todo termina pareciendo lícito: el engaño, la calumnia, el egoísmo y tantas formas sutiles de autorreferencialidad… Así acabó sus días Salomón…» (GE, 165).