El Espíritu de Dios renueva la Tierra

Por: Francisco Javier Gómez O., Pbro.

(Hch 2,1-11; Sal 103; 1 Co 12,3-7.12-13; Jn 20,19-23)

La fiesta de Pentecostés es la fiesta del Espíritu Santo como principal protagonista de la obra de evangelización en la Iglesia. Es la presencia amorosa del Padre a través del Resucitado. Es la fuerza o motor que impulsa a la vida de la fe y anima a vivir la Salvación traída por Jesucristo a todas las personas de buena voluntad. La efusión del Espíritu está acompañada de signos excepcionales cuya finalidad es mostrar la reconciliación con Dios y el perdón de los pecados, acompañada de una transformación interior y profunda que reconoce el gran amor de Dios.

En la semana anterior veíamos el mandato de Jesús a sus apóstoles: llevar el mensaje de Salvación a todos los pueblos. Sin embargo, tenían miedo, estaban desconcertados ante la misión. No sabían cómo empezar. En estas condiciones recibieron la fuerza del Espíritu Santo que les hizo perder el miedo; se atrevieron a salir del «cenáculo» para cumplir con la misión encomendada por Jesús antes de su partida. El Espíritu recibido muestra un nuevo sentimiento en el interior de los apóstoles que los impulsa a mostrar las maravillas de Dios en la historia por medio de su Hijo. El milagro de las lenguas (glosolalia) es una expresión interior de gozo y de profecía que todos los oyentes son capaces de comprender, reconociendo las maravillas de Dios en su propia lengua; son capaces de entender gracias al Espíritu Santo, la maravillosa obra de la Salvación por medio de Jesucristo. Más que un milagro de lenguas es el milagro del corazón humano sintonizado con el mensaje divino.

La naciente Iglesia, a partir de la efusión del Espíritu, será guiada por este insigne huésped del corazón. Será un nuevo pueblo impulsado por la fuerza del Espíritu; una nueva comunidad abierta a todos los hombres, naciones, razas y culturas. La Salvación es universal y al alcance de todos. Si se está en sintonía con el Espíritu de Dios no habrá confusión o desentendimiento, como sucedió en el episodio de Babel, donde al apartarse de Dios llegó la confusión y el desconocimiento de unos con otros porque buscaban su propia independencia respecto de Dios y el deseo de poder temporal como forma de reconocimiento y respeto.

Los signos que acompañan la llegada del Espíritu son propios de las manifestaciones divinas (teofanías). La ráfaga de viento aparece en muchos episodios para mostrar el poder y la fuerza divina que puede ser viento huracanado o suave brisa para mostrar la combinación de poder y ternura divinas. El aire, junto con la tierra, el agua y el fuego, es uno de los elementos principales de las representaciones cosmológicas y de las manifestaciones divinas. Está relacionado estrechamente con el aliento o con el viento, que son símbolo del alma o del espíritu. El fuego por su parte es una de las identificaciones de la persona divina. «He aquí que nuestro Dios Yahvé nos ha mostrado su gloria y su grandeza, y hemos oído su voz en medio del fuego» (Dt 5,24) La manifestación de Dios a Moisés se da por medio de una zarza ardiente (Éx 3,2) o la columna de fuego que guió al pueblo hebreo desde Egipto hasta el mar Rojo donde Yahvé les acompaña por la noche con su luz (Éx 13,21). Las lenguas de fuego que se posan sobre las cabezas de los apóstoles son signo de la presencia y manifestación de Dios que llegan a sus corazones para animarles en la tarea que tienen que realizar.

El Espíritu (en hebreo rúaj) es la fuerza que sostiene y anima el cuerpo tanto de humanos como de animales. En todo ser viviente existe un aliento que procede del Creador. En el relato de la creación del hombre y la mujer, la Biblia utiliza las palabras «aliento», «soplo divino» (heb. mishmath) que es la palabra propiamente equivalente para espíritu (rúaj). «El Espíritu de Dios me hizo, y el soplo del Omnipotente me dio la vida» (Job 33,4).

Las creaturas recibimos la vida en forma de soplo. Pero no es el soplo o viento del norte, del sur, del oriente o del poniente que como fenómenos naturales anuncian lluvia, calor o sequía; sino que se trata del aliento que sale de Dios mismo. La primera vez que recibimos el Espíritu de Dios fue el día del Bautismo. El aliento vital queda impregnado de la fuerza divina para la eternidad. Este es el gran regalo de Dios a los elegidos para ser sus hijos por medio del Bautismo. De ahí que se hable de los dones del Espíritu que impregnan a quien lo recibe según lo expresa el profeta Isaías: el Mesías, del tronco de Jesé, recibirá el Espíritu de sensatez e inteligencia, de valor y de prudencia, de conocimiento y respeto del Señor (Is 11,2). Estos dones son los que el obispo pide para los confirmados por la imposición de manos y la unción del crisma según el ritual de Confirmación. Así mismo son los dones que pedimos a Dios en la secuencia del día de Pentecostés para todos los creyentes.

Animados por tan maravillosos dones, tenemos la responsabilidad de mostrar su rostro mediante los diversos carismas o servicios de los que san Pablo habla en la segunda lectura. Bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo con diferentes actividades y servicios. Cada acción o actitud de un cristiano bautizado en el mismo Espíritu debe de ir impregnada del aliento de Dios para el bien común. El Espíritu es el regalo de Cristo resucitado a la Iglesia, que es su Cuerpo. Es la maravilla de tener dentro de nosotros el Espíritu de Jesús resucitado para formar una comunidad de hermanos animados por la caridad y el servicio.

La disposición y la voluntad son definitivamente necesarias para que el Espíritu pueda realizar su tarea dentro de cada uno. Si no queremos o no deseamos su presencia, seguramente otro espíritu, persona o actividad ocupará el lugar. A modo de ejemplo pienso en el olor que produce en el cuerpo humano la ingestión exagerada de ajo; el aliento, el sudor y los demás mecanismos de purificación del cuerpo mostrarán su lógico proceso biológico de defensa. Asimismo pienso en quien tiene voluntariamente la fuerza del «buen Espíritu» de Dios. Sus acciones, pensamientos y actividades estarán impregnadas del aliento divino.

Pentecostés es la oportunidad para decidir a favor del Espíritu divino y comprometernos a hacerlo presente en todos los ambientes de la vida donde cotidianamente realizamos nuestras actividades ordinarias. El bautizado debe revivir en su persona la gracia recibida del Espíritu por la unción y después confirmada nuevamente con el crisma de la Confirmación. Los presbíteros deben renovar diariamente la gracia recibida por tercera vez con la unción crismal el día de su Ordenación y los obispos a su vez deben ser testigos vivos de la presencia del Espíritu que recibieron en su Consagración episcopal.

La Iglesia de hoy debe ser protagonista en su rejuvenecimiento por medio del Espíritu Santo que sigue derramando sus preciados dones sobre cada uno de sus miembros. Particularmente debemos animarnos con la efusión del Espíritu sobre la Iglesia, como lo hizo en Pentecostés con los apóstoles. «La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado así los envío yo». Luego sopló sobre ellos y les dijo: «Reciban al Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados le serán perdonados y a quienes no se los perdonen les quedarán sin perdonar» (Jn 20,21-23). Queda claro que la paz es fruto del perdón y éste a su vez es fruto de la presencia viva del Espíritu.

El aliento que Jesús esparció sobre los apóstoles les concedió el discernimiento y la alegría para llevar el perdón a los necesitados, y la paz derramada sobre ellos, más allá de un simple saludo, representa la presencia divina que les anima para salir con valentía a proclamar la Buena Noticia de la Salvación.

Es tiempo de que en la Iglesia se recupere el sentido pleno de la paz y del perdón en las actividades diarias de los cristianos. El ejemplo y la educación cuidadosa de los esposos cristianos para los hijos; la fidelidad probada del padre de familia a su esposa e hijos; el trabajo honrado y justo de cada jornada; la ayuda prestada al vecino necesitado; la atención al adulto mayor o anciano enfermo y solitario; la alegría sentida por el cumplimiento de un deber con la consciencia tranquila de obrar recto y honrado; la disposición constante de otorgar el perdón a quien te ofende o de pedir perdón a quien ofendiste. Todo esto es fruto de la presencia del Espíritu de Dios que sigue y seguirá infundiendo su ánimo en quienes lo piden. Así lo prometió Jesús a sus apóstoles antes de su partida: «Sepan que yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).

No nos olvidemos de los sacerdotes y obispos ancianos o eméritos, en quienes mora el Espíritu Santo con sabor añejo, con la sabiduría del caminar largo y pausado que solo sabe dar el tiempo. Sabios y prudentes consejos salen de esos corazones abatidos por el cansancio y la enfermedad, pero llenos de la presencia y sabiduría del Espíritu Santo.