El verdadero conocimiento de Cristo

Mt 17,1-9

Por: Mons. Luis Martín Barraza Beltrán.

BUENA NUEVA.- San Pablo se refiere al misterio de Cristo, «como una sabiduría oculta de Dios, un designio secreto que Él, desde la eternidad, ha tenido para nuestra gloria» (1 Cor 2,7). En esta carta, también, nos dice que no «ha querido saber de otra cosa, sino de Jesucristo, y más aún, de Jesucristo crucificado» (2,2). A la sublimidad del conocimiento de Jesucristo se refieren sus palabras: «Dios ha preparado para los que lo aman cosas que nadie ha visto ni oído, y ni siquiera pensado» (1 Cor 2,9; cfr. Is 64,4; Jer 3,16). Nos sigue explicando que solo el Espíritu de Dios nos puede hacer comprender el misterio de Cristo: «El que no es espiritual no acepta las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son tonterías. Y tampoco las puede entender, porque son cosas que tienen que juzgarse espiritualmente» (1 Cor 2,14). Incluso, Pablo nos llega a dar testimonio de cómo él llegó a conocer a Jesucristo según los criterios de este mundo (2 Cor 5,16), pero ya no más. Desde que el amor de Cristo se ha apoderado de él, sabe que «Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí mismos, sino para Él, que murió y resucitó por ellos» (2 Cor 5,15). 

Precisamente desde todo este conocimiento espiritual, que hace caer en la cuenta a Pablo de que, en Cristo, Dios ha reconciliado al mundo, es que nos invitaba el Miércoles de Ceniza a entrar en esa obra de reconciliación: «Así pues, en nombre de Cristo les rogamos que acepten el reconciliarse con Dios» (2 Cor 5,20). Con todo esto, quiero sugerir una correspondencia entre el proceso de san Pablo y la que viven los discípulos Pedro, Santiago y Juan en la Transfiguración. También a ellos, en este episodio, el Espíritu Santo les ha revelado «la insondable riqueza de Cristo» (Ef 3,8). Y quizás sea el modelo de todo proceso de conversión: tener que pasar del conocimiento meramente racional, humano, a un conocimiento creyente. «Nadie puede venir a mí, si no lo atrae mi Padre, que me ha enviado…» (Jn 6,44).

También los tres discípulos, que ahora suben al monte con Jesús, lo han conocido primero «según la carne». Hacía poco tiempo, en Cesarea de Filipo, se habían escandalizado de Jesús, porque les había anunciado su Muerte: «les dijo que lo iban a matar, pero que al tercer día resucitaría» (Mt 16,21). El anuncio de la Resurrección quedó completamente opacado por la humillación del martirio. En voz de Pedro, los discípulos quedan profundamente desilusionados y escandalizados, hasta intentan desviarlo de su camino, como lo hiciera Satanás el domingo pasado. Ahora, alejados de los criterios del mundo, dominadas las ambiciones personales, fuera del alcance de la expectativa mesiánica que imperaba en todo Israel, pueden hacer la experiencia del Resucitado. En la altura de la vida espiritual, de la contemplación de Jesús a la luz de la Palabra de Dios y del testimonio del Padre, reconocen la divinidad de Jesús. De esta manera son sanados del escándalo de la cruz. De todos modos, el acto verdadero de fe queda pendiente hasta el momento de la Pasión. Jesús los invita a volver a la realidad y les impone silencio hasta que superen la prueba definitiva.