¡Feliz Navidad!
Desde la Navidad del pesebre, de la que habla el Evangelio –porque existen distintas «navidades» flotando en el ambiente-, quisiera desearles la riqueza de la presencia de Dios a sus vidas. Hay Navidad si hacemos de nuestro corazón «un pesebre» para que Jesús se encarne en nosotros, con sus sentimientos, palabras y acciones (Fil 2,5). De igual modo, quiero agradecer su testimonio de fe en Dios, comprometida y solidaria con los hermanos, a todos ustedes que hacen de la Navidad su estilo de vida. Gracias por compartir el pan de la fe y de la dignidad a quienes encuentran en el camino de la vida.
La Navidad es la fiesta que el Espíritu Santo ha organizado para toda la humanidad, montando «el espectáculo» del Dios-con-nosotros: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). La paternidad de Dios se ha revelado en Jesucristo, para manifestar al género humano su vocación de familia: «Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien procede toda familia en el cielo y en la tierra…» (Ef 3,14-15). Sólo desde el proyecto del Padre de Jesús, se podrá lograr el sueño de fraternidad e igualdad que anida en el corazón del hombre.
El Espíritu Santo es el gran evangelizador que nos ha anunciado el amor del Padre en la carne y la sangre de Jesucristo: «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). San Pablo fue alcanzado por el amor de Cristo y lo anuncia: «Me amó y se entregó por mi» (Ga 2,20). Por eso deseará a sus comunidades: «que la riqueza de la gloria de Dios, los robustezca con la fuerza de su Espíritu, de modo que crezcan interiormente» (Ef 3, 16).
En el misterio de la Encarnación resuena el kerygma del amor de Dios: «Aunque las montañas cambien de lugar, y se desmoronen los cerros, no cambiará mi amor por ti…» (Is 54,10). El Papa Francisco lo dice a su modo: «Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día, para iluminarte, para fortalecerte, para liberarte» (EG 164).
Por lo tanto, la Navidad es la fiesta de los hijos de Dios: «A cuantos lo recibieron, a todos aquellos que creen en su nombre, les dio capacidad para ser hijos de Dios. Estos…nacen de Dios» (Jn 1,12-13). «Somos de su descendencia» (Hech 17,28). En Cristo hemos nacido también nosotros a una vida nueva. Jesús no se avergüenza de llamarnos hermanos (Heb 2,11). Su misión consistió en despertarnos a la conciencia de hijos de Dios (Lc 11,2-4). Enseñó la fidelidad del amor de Dios que funda en cada ser humano una dignidad que nada ni nadie puede destruir, ni el propio pecado: «Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable» (EG 3).
Por esto mismo, denunció las mentiras de quienes pretextan razones de superioridad frente a sus hermanos. Desmintió a quienes usaban a Dios para justificar su posición de privilegio. Acabó con el mito de la raza superior, «todos ustedes son hermanos» (Mt 23,8). Muchos de los conflictos librados por Jesús fueron precisamente con quienes, considerándose justos, se sentían superiores a los demás y los condenaban (Lc 18,9-14). Nos enseñó que todos son nuestros prójimos, sobre todo los que están heridos por el camino (Lc 10,25-37).
Que en esta Navidad el Espíritu Santo nos haga nacer de Dios y nos una con el vínculo de la paz.
Mons. Luis Martín Barraza Beltrán
Obispo de Torreón