Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote (2021)
27 de mayo de 2021
Homilía de Mons. Luis Martín Barraza Beltrán en la Fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote
«Ustedes, en cambio, son descendencia elegida, reino de sacerdotes y nación santa, pueblo adquirido en posesión para anunciar las grandezas del que los llamó de la oscuridad a su luz admirable» (1 Pe 2,9). Esta fiesta nos recuerda en primer lugar el gran misterio del amor de Dios, quien nos llamó desde su libertad a participar de su vida divina. Somos los convocados por la compasión de Dios a la fiesta de la vida. Nuestra identidad es la de aquellos a quienes Dios les hizo el favor de sacarlos del anonimato: «Los que en otro tiempo no eran pueblo, ahora son pueblo de Dios; los que no habían conseguido misericordia, ahora obtuvieron misericordia» (1 Pe 2,10).
«Cristo el Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (Heb 5,1-5), ha hecho del nuevo pueblo «un reino de sacerdotes para Dios, su Padre» (Ap 1,6; 5,9-10). Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo para que ofrezcan, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales y anuncien las maravillas del que los llamó de las tinieblas a su luz admirable. Por tanto, todos los discípulos de Cristo en oración continua y en alabanza a Dios (Hch 2,42-47), han de ofrecerse a sí mismos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (Rom 12,1). Deben dar testimonio de Cristo en todas partes y han de dar razón de su esperanza de la vida eterna a quienes se la pidan (1 Pe 3,15)» (LG, 10).
El sacerdocio es una institución antigua, que existe desde que el hombre sintió necesidad de elevar súplicas de perdón y de adoración a lo alto del cielo, para invocar su protección. Sería su vulnerabilidad o un vacío en el corazón. Sacerdote era todo hombre que ofrecía su vida a Dios por medio de oraciones, frutos de la tierra y sacrificios para aplacar la ira de Dios o hacerlo favorable. Poco a poco se fue instituyendo el oficio sacerdotal, respondiendo a la necesidad de comunicación con lo divino.
Jesucristo vino a traer el gran regalo del sacerdocio en plenitud, según la Carta a los hebreos: «Tal es, en efecto, el sumo sacerdote que nos hacía falta: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y elevado por encima de los cielos. Él no tiene necesidad, como los sumos sacerdotes, de ofrecer cada día sacrificios por sus propios pecados antes de ofrecerlos por los del pueblo, porque esto lo hizo de una vez para siempre ofreciéndose a sí mismo…» (7,26-27). Contrapone la multiplicidad del sacerdocio antiguo con la unidad del sacerdocio de Cristo. Muchos sacerdotes y muchos sacrificios. En cambio, Jesucristo es uno solo y ofreció un único sacrificio, el de sí mismo, permaneciendo vivo para siempre, ya «que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo a Dios como víctima perfecta, purificará nuestra conciencia de las obras que conducen a la muerte para que podamos dar culto al Dios vivo» (Heb 9,14).
En nuestro tiempo, la palabra sacerdote suscita sentimientos encontrados, según la experiencia que se haya tenido. Por un lado, es el que ha optado por un estilo de vida desprendido, generoso, que no vive para sí mismo y que, por lo tanto, intercede y se compadece de las comunidades. Por otro lado, se le asocia con el que tiene poder y que a veces lo utiliza arbitrariamente. Se le asocia también al ritualismo litúrgico falto de evangelización, mucho culto y poca obra de caridad y de justicia. Y últimamente a los abusos de poder escandalosos.
Existen dos maneras de ser sacerdote: 1) por el poder que viene de la gracia ex opere operato y; 2) por las virtudes, que consiste en el don de sí mismo por su pobreza, castidad y obediencia. El problema viene cuando se oponen entre sí.
«El sacerdocio ministerial –al servicio del sacerdocio común de los fieles–, por el poder sagrado de que goza, configura y dirige al pueblo sacerdotal, realiza como representante de Cristo el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo» (LG, 10). El ideal es la unidad de vida. El ejercicio exclusivo del sacerdocio de los poderes nos lleva al funcionarismo y clericalismo: confecciona sacramentos, administra la vida parroquial, dice lo que se debe hacer y desaparece, no tiene a las ovejas en el corazón.
El modelo de todo sacerdote es Jesucristo y Él no vivió su sacerdocio desde un rol, una función o un estatus, sino desde el servicio a la vida, a la dignidad de las personas y a la fraternidad. La Carta a los hebreos nos dice que «en efecto, […] Jesús pertenecía a una tribu que jamás estuvo al servicio del altar, pues como se sabe, nuestro Señor salió de la tribu de Judá, de la de Moisés no dijo nada a propósito del sacerdocio» (7,13-14). Jesús no fue sacerdote conforme a la ley a semejanza de Aarón, sino por la fuerza de una vida indestructible, según el testimonio del Sal 110, 4: «Tú eres sacerdote para siempre a la manera de Melquisedec» (Heb 7,17). Es extraña la lectura sacerdotal de la misión de Jesús de esta carta, porque oficialmente no fue sacerdote, sino un laico muy comprometido, según nuestro lenguaje actual. Claro que Jesús fue sacerdote toda su vida, pero no desde los parámetros de la ley judía, desde ella ya sabemos que fue un impostor, un blasfemo, por lo cual, sin darse cuenta, lo hicieron víctima, sacerdote y altar, colgándolo de la cruz. Jesús es sacerdote de la nueva alianza por el juramento de que le dijo: «El Señor lo ha jurado y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre» (Heb 7,21).
Pero la misma Carta a los hebreos pone el fundamento del sacerdocio de la nueva alianza: «No has querido sacrificio ni ofrenda, pero me has formado un cuerpo: no has aceptado holocaustos ni sacrificios por el pecado. Entonces yo dije: Aquí vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad. Así está escrito de mí en un capítulo del libro» (Heb 10,5-7). El sacerdocio de Cristo se basa en el «Esto es mi cuerpo… Esta es mi sangre…», al que corresponde toda una existencia oblativa al servicio de los hermanos: «El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar la Buena Noticia a los pobres; me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos, a dar vista a los ciegos, a liberar a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19). Desde el sacerdocio de Cristo podemos comprender mejor el dinamismo del grano de trigo, que muriendo da mucho fruto; y aquello de: «quien aprecie su vida terrena, la perderá; en cambio, quien sepa desprenderse de ella, la conservará para la vida eterna» (Jn 12,24-25). Después de reconocer todos los rasgos sacerdotales en el corazón y en la existencia de Jesús, fue más fácil para el autor de la Carta a los hebreos justificar en la Escritura la superioridad del sacerdocio de Cristo, llamando la atención sobre la unidad de vida sacerdotal: poderes, virtudes.
De lo que sí hay más evidencias es de la lectura profética de la misión de Jesús. Recordemos cómo lo confundieron con Juan el Bautista, con Isaías, Jeremías o algún otro profeta. Sin embargo, desde los cantos del Servidor de Yahvé muy bien puede entenderse como un profeta o un sacerdote. El cuarto canto, que hemos escuchado en la primera lectura, nos hace pensar en Cristo como sacerdote: «Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo tuvimos por leproso herido por Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Él soportó el castigo que nos trae la paz. Por sus llagas hemos sido curados». Todos andábamos errantes como ovejas, cada uno siguiendo su camino, y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes… El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento. Cuando entregue su vida como expiación, verá a sus descendientes, prolongará sus años y por medio de él prosperarán los designios del Señor… con sus sufrimientos justificará mi siervo a muchos, cargando con los crímenes de ellos» (Is 53,4-6.10-11). Más sacerdotal no se puede. No se trata de entronizar el sufrimiento, sino la paz y la unidad de un pueblo, que necesariamente pasa por la mansedumbre y la abnegación de los pastores. Tendremos que decir que se trata de un sacerdocio profético, porque en el segundo y tercer cantos del Servidor de Yahvé parece más un profeta: «El Señor me llamó desde el seno materno… Convirtió mi boca en espada afilada, me escondió al amparo de su mano; me trasformó en flecha punzante y me guardó en su aljaba…» (Is 49,2). «El Señor me ha dado una lengua de discípulo para que sepa sostener con mi palabra al cansado. Cada mañana me despierta el oído, para que escuche como los discípulos» (Is 50,4).
A los sacerdotes se nos identifica con «dar misas», lo cual puede ser una imagen muy reducida de la misión, cuando se entiende la Eucaristía como pura devoción, puro rito que no trasciende a la vida. El Evangelio que escuchamos nos presenta el sacerdocio de Cristo en relación a la institución de la Eucaristía, lo cual significa que no está muy errada la identidad eucarística del sacerdote. El mismo día que celebramos la institución de la Eucaristía celebramos la institución del sacerdocio. No creo que haya problema en identificar a los «padres» con la misa, si detrás está el sacerdocio profético de Jesucristo, que quiso identificarse con los signos eucarísticos: «Hagan esto en memoria mía» (Lc 22,19).
La Eucaristía cobra fuerza seguramente por la dimensión simbólica del ser humano, su capacidad de representar una cosa con otra. En el caso de la Eucaristía se trata de una experiencia única, porque en ninguna otra el signo y el significado coinciden, el signo siempre es insuficiente para lo que representa. Nada alcanza el grado de sacramentalidad del Pan y Vino eucarísticos. Éstos se vuelven en presencia real del Cuerpo y la Sangre de Cristo. No se trata de significantes pasajeros que pierdan su valor una vez pasado el contexto de la celebración. En la experiencia meramente humana ningún símbolo o signo se convierte en lo que significa, siempre hay una distancia que podemos decir insuperable. Ni siquiera las fotos o los videos pueden suplir la presencia de quien representan.
Pero, sin duda, la elocuencia de la Eucaristía le viene del amor sacerdotal consumado en la cruz el Viernes Santo: «el amigo que da la vida por sus amigos».
Que María, Madre de Cristo Sacerdote y de todos los sacerdotes, interceda por nosotros.
Mons. Luis Martín Barraza Beltrán
Obispo de Torreón