Jesús nos enseña el valor de la vida

BUENA NUEVA.- El pasado 29 de marzo (V Domingo de Cuaresma), el obispo de la Diócesis de Torreón celebró la santa misa en la Catedral de Nuestra Señora del Carmen. En su homilía, don Luis Martín recordó que el final de esta Cuaresma se ha vivido con espíritu muy religioso por la contingencia sanitaria.

«Seguramente nos hemos cuestionado sobre el rumbo de nuestra vida, de nuestro mundo y cómo podemos ser más solidarios, por convicción o por necesidad, para superar el mal que nos aflige», agregó el señor obispo. 

A continuación, una parte de la homilía de ese día:

A lo largo de los domingos de Cuaresma hemos visto cómo Jesús ha ido superando los obstáculos para la obra que Dios quiere llevar a cabo en este mundo: las tentaciones en el desierto, el escándalo de sus discípulos frente al anuncio de su Pasión, la incredulidad de la samaritana y la oscuridad del ciego de nacimiento. Y ahora, como dice san Pablo: «El último de los enemigos en ser vencido será la muerte…» (1 Cor 15,26). Y también: «Después tendrá lugar el final, cuando, destruido todo dominio, toda potestad y todo poder, Cristo entregue el Reino a Dios Padre (1 Cor 15,24). 

El asunto es que será destruido todo dominio, toda potestad y todo poder que se oponga a la voluntad de Dios. En el Evangelio aparece, precisamente, Jesús venciendo a la muerte en la persona de Lázaro. Esto como anticipo de su Resurrección, en la que la muerte quedará aniquilada para siempre.

Más allá de las descripciones que se puedan dar de la muerte –como separación del alma y el cuerpo, cese del aliento vital, el colapso del funcionamiento de un organismo, etc.–, de ella nadie tiene experiencia, porque para cuando ésta sucede el sujeto se ha marchado. «Cuando yo estoy, la muerte no está; cuando la muerte está, yo no estoy» (Epicuro). Es esta una forma un tanto fría de querer superar la muerte. El hecho es que la muerte nos hiere a todos en la pérdida de un ser querido. 

La muerte es un problema de los vivos, ha dicho alguien. Es una experiencia que golpea el corazón de nuestra vida. Por eso el triunfo sobre la muerte es el signo por excelencia del poder y del amor de Dios hacia nosotros. La Resurrección es el rompimiento de las cadenas más pesadas que lastiman al ser humano.  Esto a condición de que no tengamos una visión muy mundana de la vida. De pronto se quiere medir la fe solo desde criterios científicos, económicos, sociales. 

La Resurrección trabaja en las raíces de los problemas, trata de infundir el espíritu del Señor en los corazones y eso no se puede traducir en números: «Cuando abra sus sepulcros y los saque de ellos, pueblo mío, ustedes dirán que yo soy el Señor. Entonces les infundiré a ustedes mi espíritu y vivirán…» (Ez 37,13-14). Hay pruebas, pero no las que pide el hombre científico de nuestro tiempo.

La muerte es un hecho y es un acontecimiento. En cuanto hecho, es inevitable, hay poco qué hacer. Es una cuota fatal que todos debemos de pagar. Esto no quiere decir que nos debemos acostumbrar a la muerte. Nunca debemos banalizar la muerte con el pretexto de que es algo que debe suceder. La vida, debemos cuidarla con todos los medios a nuestro alcance desde la concepción hasta su fin natural. Cristo ha dado su vida no porque le importara poco: para enseñarnos el valor de la vida, nos ha comprado con su sangre.