Saboreando la Pascua

Por: Mons. Luis Martín Barraza Beltrán, obispo de Torreón.

BUENA NUEVA.- Litúrgicamente, la Pascua es el tiempo que va desde la Vigilia Pascual, el sábado santo por la noche, hasta el domingo de Pentecostés. Pero en realidad, la Pascua, más que un tiempo es el fundamento de nuestra fe. Es un movimiento continuo de la muerte a la vida. Esto es la fe, un movimiento de la persona vieja a la persona nueva, un estar naciendo de nuevo: «… nadie puede entrar en el Reino de Dios, si no nace del agua y del Espíritu» (Jn 3,5). De hecho, el nacimiento a la fe por el Bautismo es un movimiento de la muerte a la vida: «En efecto, por el Bautismo fuimos sepultados con Él en su muerte, para que, así como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva» (Rom 6,4). Esto es la fe, dejar que Cristo muera y resucite en nosotros, que nuestra persona vieja sea crucificada con Cristo, para que no sirvamos ya al pecado (Rom 6,6).

Este va a ser el kerigma de san Pablo, que irá aplicando a las diferentes circunstancias que viven las comunidades: «Todos pecaron y están privados de la gracia de Dios; pero ahora Dios los salva gratuitamente por su bondad a causa de la redención realizada en Cristo Jesús» (Rom 3,23-24). Dará distintos argumentos para convencernos de que somos pecadores. Él mismo nos comparte su experiencia, con la cual nos podremos sentir fácilmente identificados todos: «… pero yo soy un hombre de apetitos desordenados y vendido al poder del pecado, y no acabo de comprender mi conducta, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco» (Rom 7,14-14).

No es que san Pablo quiera justificarse aceptando resignadamente que las cosas así son y no hay nada que hacer. Todo lo contrario, es para anunciar que hay otra dinámica más fuerte que está en nosotros. Con «apetitos desordenados» (Ef 2,3; Gal 5,16) no está queriendo decir que la sensibilidad o el cuerpo sean malos, sino que son una forma de llamar a los criterios espontáneos del ser humano que se oponen al Evangelio. A estos criterios mundanos también les va a llamar carne (2 Cor 5,16) o vientre (Flp 3,18). Al cuerpo o a la carne no le opone san Pablo el alma, como los griegos, sino el Espíritu Santo. El alma, aunque se opone a la parte material de la persona, no deja de ser sabiduría humana. Los criterios racionales no son suficientes para salvar a este mundo, es necesaria la sabiduría del amor que pasa por la cruz, y eso es una gracia del Espíritu con la que debemos colaborar. Porque El Espíritu nos inspira el modo de pensar de Cristo (1 Cor 2,16).

No es que la fe sea pesimista porque denuncia los límites y defectos de la condición humana en su estado natural. Más bien, la fe quiere regalarle al ser humano su verdadera estatura revelada en Cristo; frente al conocimiento de Cristo todo es una pérdida, otra vez san Pablo: «Por Él he sacrificado todas las cosas, y todo lo tengo por estiércol con tal de ganar a Cristo… De esta manera conoceré a Cristo y experimentaré el poder de su Resurrección…» (Flp 3,8.10). El justo sentido de la vida se encuentra en la Resurrección.