Saludo navideño

Mons. Luis Martín Barraza Beltrán

Nos toca vivir, este año, una Navidad diferente a todas las anteriores, debido a la pandemia. No será, por esta vez, la gran fiesta del encuentro físico, ni de muchos regalos. Tal vez en esto se acerque un poco a la Navidad primera. Un establo fue el refugio, una canoa llena de paja la cuna, rodeada de animales, silencio, frío y un cielo estrellado. Todo esto aderezado con la sensación en el corazón de José y María de haber sido rechazados. Es extraño que sea tan atractivo este escenario tan sobrio. Como si el corazón intuyera en él la belleza de la verdad más grande. Resulta, este, un signo muy elocuente para la mayoría de los seres humanos. Todos nos conmovemos frente a este «maravilloso espectáculo».

«La contemplación de la escena de la Navidad nos invita a ponernos espiritualmente en camino, atraídos por la humildad de Aquel que se ha hecho hombre para encontrar a cada hombre. Y descubrimos que Él nos ama hasta el punto de unirse a nosotros, para que también nosotros podamos unirnos a Él» (Papa Francisco, El hermoso signo del pesebre, 2020).

Frente a la situación de enfermedad, de carencias económicas y de muerte, somos invitados a contemplar al que por amor se ha hecho solidario con la fragilidad humana. Durante este tiempo de Adviento, hemos escuchado al profeta Isaías decir: «Digan a los de corazón apocado: “¡Ánimo! No teman. He aquí que su Dios, vengador y justiciero, viene ya para salvarlos“» (Is 35,3). Así enfrentaban la humillación de la cautividad y animaban la esperanza de la liberación. Pero estas palabras se referían, en última instancia, al nacimiento de Jesús, por eso continúan siendo válidas para nuestro tiempo. Por eso yo les digo: «¡Ánimo! No teman».

Si aquellos israelitas fueron liberados en la esperanza de los profetas, pues, el anuncio del Dios-con-nosotros (Emmanuel) les dio fortaleza para superar la adversidad, cuanto más nosotros que hemos conocido por la fe la poderosa intervención de Dios en la historia – en su Encarnación, podremos salir de esta especie de cautividad que nos agobia.

Contemplemos el pesebre que nos grita que «tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único…» (Jn 3,16). No son simples palabras, sino la Palabra hecha carne. Dios ha pronunciado la palabra más elocuente, porque está llena de verdad, de Él mismo. La elocuencia de Dios es el don de sí mismo. No habla bonito para esconderse en la retórica, sino para revelarse. El hablar de Dios es comunicarse, dar vida.   

Se trata de un descenso: «… se despojó de su grandeza… y se hizo semejante a los hombres» (Flp 2,7). Y al interior de este descenso existe aún otro: «Y en su condición de hombre, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz» (Flp 2,7-8). El movimiento de la Encarnación es el «trazo» del amor, e implica el despojo de sí mismo. No es que Dios se humille para chantajearnos, para provocar nuestro sentimentalismo y que nos movamos a lástima por Él. Simplemente se trata de que Dios así es, es su verdad, nos conmueva o no. Más bien desea que entremos en su movimiento de desprendimiento, de salida de nosotros mismos, para ir al encuentro de los que no tienen un lugar digno en la convivencia social.

¡Una feliz y santa Navidad!