Semana Santa 2020

Por: Mons. Luis Martín Barraza Beltrán.

BUENA NUEVA.- «Ustedes no se han acercado a algo palpable, ni a un fuego ardiente, ni a la oscura nube, ni a las tinieblas, ni a la tempestad, ni a la trompeta vibrante, ni al resonar de aquellas palabras que oyeron los israelitas…» (Heb 12,18). Nos puede ayudar este texto de la Carta a los Hebreos, que cuestiona las mediaciones físicas de la fe en el Antiguo Testamento, para invitar a encontrarse más espiritualmente con Jesús, «el mediador de la nueva alianza, que nos ha rociado con una sangre que habla mejor que la de Abel» (Heb 12,24). Contemplemos este texto ahora que, excepcionalmente, tendremos que estar alejados de los signos de la fe. La fe vive en los sacramentos y sacramentales, pero sobre todo en el corazón, de tal manera que san Marcos dice: «El que crea y se Bautice, se salvará, pero el que no crea, se condenará» (Mc 16,16). El problema es no creer. 

Ahora que vamos a vivir las celebraciones de Semana Santa frente a una pantalla, junto con algunos familiares o solos, tendremos que echar mano de lo mejor de nuestra fe. La fe es doctrina, liturgia y caridad al prójimo. A veces se cuestiona el que la fe se identifique demasiado con el culto, a través de su celebración sacramental, como en sus expresiones populares y devociones. Sobre todo se cuestiona que el comportamiento de justicia no corresponde al aspecto celebrativo. Cada quien puede tener su opinión al respecto, lo que sí es que esta contingencia sanitaria le está pegando, sobre todo, a la expresión litúrgica de nuestra fe. Tal vez sea así porque es lo más visible y atractivo de la fe. Hasta los poco creyentes participan en ellas. La formación no tiene tanta demanda y mucho menos la coherencia de vida.

Ni duda cabe que la vida sacramental es el fundamento de nuestra fe y al centro de ella está la Eucaristía: «La liturgia es la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza… Por consiguiente, de la liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros, como de una fuente, la gracia, y con la máxima eficacia se obtiene la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación de Dios, a la que tienden todas las demás obras de la Iglesia como a su fin» (SC, 10).

Sin embargo, el mismo Concilio Vaticano II nos dice: «La vida espiritual no se agota solo con la participación en la sagrada liturgia. En efecto, el cristiano, llamado a orar en común, debe, no obstante, entrar también en su interior para orar al Padre en lo escondido (Mt 6,6)» (SC, 12).

No estoy diciendo que no hay problema con que no haya celebraciones eucarísticas o de los demás sacramentos, que cualquier oración vale lo mismo. Lo que digo es que no caigamos en una sensación pesimista de orfandad, o como de que se va a acabar la fe. La fe verdadera se agarra de lo que tiene a su alcance, si están los sacramentos qué mejor, pero si no, no se le cierra el mundo. «Todo es posible para el que tiene fe» (Mc 9,23). Por ahora solo podremos tocar el borde del  manto de Jesús, pero seremos igualmente sanados (Mt 5,28).