Una fe de «carne y hueso»

Jn 20,1-9

Por: Mons. Luis Martín Barraza Beltrán, obispo de Torreón.

BUENA NUEVA.- En el Evangelio de san Juan, la Resurrección y la fe coinciden. Ciertamente es algo que le sucede al cuerpo de Jesús, pero sobre todo es creer en el proyecto del Reino anunciado por Jesucristo. San Juan («el otro discípulo») nos comparte su propia experiencia: «…vio y creyó, porque hasta entonces no había entendido las Escrituras…» (Jn 20,9). Frente a lo que vio, no le importa reconocer que hasta entonces no había entendido. Había sido testigo de los siete signos que narra san Juan, empezando con la conversión del agua en vino en Caná de Galilea y culminando en la resurrección de Lázaro, sin embargo, el discípulo reconoce que hasta entonces no había creído, porque no había sucedido la Resurrección.

Existen elementos objetivos para creer en la Resurrección, como lo son el sepulcro vacío, los lienzos puestos en el suelo y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, doblado en sitio aparte. Pero todavía eso no es suficiente, porque quien no haya recibido el testimonio del Espíritu Santo en su corazón de que Cristo estaba vivo, podría interpretar aquellas «evidencias» de otra manera; pensaría, tal vez, que se habrían robado el cuerpo, así lo hicieron las autoridades judías (Mt 27,64). La Resurrección es el testimonio definitivo del Padre: «Este es mi Hijo, muy amado, escúchenlo» (Lc 9,36).

A lo más que se hubiera llegado por el camino del sepulcro vacío, sería a una fe avergonzada por apoyarse en el «muerto perdido». Sería una fe triste, impotente, que cree porque no tiene argumentos. Entonces tendrían razón los que dicen que la fe es falta de inteligencia, que en la medida en la que se vaya despertando la razón, no será más necesaria. Recordemos cómo a la persona de Jesús, los judíos prefirieron interpretarla como la de alguien ordinario: el carpintero, el hijo de José y de María, el glotón, amigo de publicanos y pecadores; más aún, un poseído por el demonio.  Su muerte, tan humillante, dejó claro a los ojos del mundo que era un impostor, un blasfemo, sin embargo los discípulos recibieron las «pruebas» suficientes del Espíritu para leer desde la Resurrección la obra de Jesús: «… y el Espíritu es el que da testimonio, porque el Espíritu es la verdad. Porque tres son los que dan testimonio: El Espíritu, el agua y la sangre, y los tres están de acuerdo» (1 Jn 5,8). Nuestra fe se apoya en un acontecimiento de «carne y hueso» no en una fantasía.

Recordemos que los discípulos, después de la crucifixión, no querían creer las noticias sobre la Resurrección: «Nosotros esperábamos que Él fuera el libertador de Israel» (Lc 24,21). El caso más escandaloso fue la duda de Tomás el Gemelo, que pidió pruebas fehacientes de que estaba vivo (Jn 20,24-29). Imposible que de ellos venga la idea tan original de la Resurrección, después de la cruz no estaban dispuestos a arriesgar más su esperanza.

Las «pruebas» del Espíritu no están al alcance de la curiosidad, están al alcance del hombre espiritual: se trata de una sabiduría para formados en la fe, una sabiduría que no es de este mundo, ni de los poderes que gobiernan este mundo. «Es una sabiduría misteriosa, escondida, una sabiduría que Dios destinó para nuestra gloria antes de los siglos y que ninguno de los poderosos de este mundo ha conocido…» (1 Cor 2,6-8).