Una fe provocativa
Mt 5,13-16
Por: Mons. Luis Martín Barraza Beltrán
BUENA NUEVA.- Se dice que después del ser, sigue el hacer. Jesucristo acaba de constituir el ser del discípulo por medio de las bienaventuranzas: en pocas palabras, es un pobre que cura las heridas de Dios en el mundo. Su alegría consiste en tener los mismos sentimientos de Cristo, no obstante padecer sus persecuciones: «No me glorío en otra cosa que no sea la cruz de Cristo…» (Gal 6,14). El discípulo no es feliz por decreto, sino que está herido del amor de Dios y esto lo sufre en el egoísmo del mundo. Imposible callar el amor de Dios en él: «No se puede ocultar una ciudad construida en lo alto de un monte…» (Mt 5,14).
De una verdadera identidad asumida en la escucha del maestro, viene la provocación del discípulo al mundo. Su manera de ser y de obrar debe tener la fuerza para inquietar los ambientes donde convive. Como Jesús, que perturbaba a los espíritus inmundos, que le gritaban: «¿Qué tenemos que ver contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos?» La sal es sutil, humilde, pero es difícil ignorarla. Es algo innecesario, sin embargo todos preferimos una comida con sal en lugar de insípida. Si nos alimentáramos sin el sazón de la sal no moriríamos, pero tal vez llegaría el momento en el que no deseáramos comer más. Como la sal, que descubre la dimensión festiva del comer, a la cual es muy difícil de renunciar, debe ser la vida del cristiano, hacer probar a sus hermanos el gozo de la vida, su sentido, su coherencia. También la fe, a veces, es considerada algo inútil, se puede prescindir de ella, al menos de la verdadera fe, sin embargo el cristiano debe ofrecer el sabor del Evangelio a la vida, de tal manera que haga sentir el sabor a «trapo» de la vida sin Dios que pueden llevar muchos.
No se trata de molestar, sino de compartir desde la alegría descubierta en el Evangelio la plenitud de vida. Así como la sal saca de la normalidad a la comida, así también el testimonio del creyente debe romper la rutina y agitar en ella el deseo de algo más. Nos dice san Pablo VI que «a través de su testimonio sin palabras, los cristianos hacen plantearse, a quienes contemplan su vida, interrogantes irresistibles: ¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esa manera? ¿Qué es o quién es el que los inspira?» (EN, 21). Desde Jesucristo está demostrado que la fe tiene la capacidad de «molestar» al mundo, de desbalancearlo en sus criterios egoístas e injustos, de provocar en él un enorme vacío con la solidez de sus principios, pero sobre todo de su amor.
Desde el principio del texto, Jesús pone en alerta sobre el riesgo de que la sal pierda su sabor. Ese es el verdadero problema que plantea Jesús en este texto, no tanto si el mundo está muy desabrido. Lo importante es no domesticar el Evangelio haciéndolo coincidir con la mentalidad y costumbres humanas. Es cierto que debe hacerse accesible a cada tiempo, pero nunca «amellar» su filo. Dejémosle que siga siendo «más tajante que espada de doble filo, que corte hasta lo profundo de nuestro ser y deje al descubierto las intenciones del corazón» (Heb 4,12). Solo así se preservará nuestra vida de todo lo que la corrompe, irradiando verdadera alegría.