Velen, pues, porque no saben ni el día ni la hora

XXXII Domingo Ordinario  (Mt 25,1-13).

Por: Pbro. Aurelio González

El Evangelio nos ofrece una parábola interesante, cuyo simbolismo refiere a las  fiestas nupciales del tiempo de Jesús. Dos contextos es importante tener en cuenta al leer e interpretar el texto: primero, el contexto literario de la obra de Mateo, teniendo presente que el capítulo veinticinco nos ubica en el umbral del desenlace de la vida y del ministerio de Jesús; inmediatamente enseguida, inicia el relato de la Pasión. Segundo, el contexto litúrgico, puesto que ya en este domingo nos ubicamos en el umbral del fin del ciclo litúrgico, precisamente en quince días lo estaremos cerrando con la solemnidad de Cristo Rey; es propio de este tiempo el lenguaje escatológico, con el cual en la teología hacemos referencia a las cosas últimas o a lo que acostumbramos llamar «final de los tiempos».

El Reino de Dios tiene una identidad histórica, pues comprometidos con la verdad, la justicia y el amor en las realidades cotidianas es como lo construimos; pero a la vez tenemos la certeza de que el proyecto del Reino trasciende a la historia, puesto que los seres humanos hemos sido creados para la eternidad; entonces para los cristianos es válido hacerse la siguiente pregunta: ¿Qué necesitamos hacer para participar de la trascendencia del Reino?

A través de la parábola de las diez vírgenes, Jesús responde a esta inquietud. Primero revela la importancia de la virtud de la esperanza, la cual hace que el cristiano viva en una actitud de vigilancia. El cristiano es un hombre que espera, siempre espera, porque está abierto a lo eterno, no está acabado y su plena felicidad no la encuentra en lo limitado de las cosas de este mundo. La espera vigilante a la que nos invita el Evangelio no es una situación pasiva, en la que simplemente somos espectadores de lo que sucede o no sucede; implica una participación activa en la que el cristiano, a través de la lámpara encendida, permanece bajo una actitud de búsqueda. Pero, como sucedió a las vírgenes, la espera implica el riesgo del cansancio; muchas veces los seres humanos nos experimentamos cansados y a veces sentimos la tentación de renunciar a seguir esperando, a seguir buscando. En el caminar por la vida Dios hace escuchar, bajo diversas formas, el grito que anuncia la cercanía de su presencia, sacándonos de la modorra y del desánimo. Para perseverar en la espera no es suficiente tener una lámpara, es necesario siempre estar provistos de aceite. En el aparente egoísmo de las vírgenes previsoras que no quieren compartir su aceite con las imprudentes, parece que el aceite es símbolo de eso necesario para mantenerse en espera vigilante, eso que a cada quien le toca proveerse, porque si no se tiene, nadie lo puede dar a otro; el aceite es símbolo, le podemos llamar entusiasmo, interés, pasión, el don de la gracia.

La parte final de la parábola se muestra exigente y drástica, diciéndonos que llega un momento en el que la puerta se cierra, dejando fuera a las cinco vírgenes, que por su falta de previsión o de responsabilidad, no estaban listas. Inspirados en el Evangelio es importante ser conscientes de que en la vida, por no ser responsables en la manera de conducirnos, hay puertas que se nos van cerrando, y esto es lastimoso. Las puertas de la Salvación, que por la misericordia de Dios están abiertas para todos, a veces nosotros las podemos cerrar, cuando a través de nuestras decisiones rechazamos la vida plena que Jesús nos ofrece y optamos por caminos que nos conducen a la muerte.                                                        

Jesús de Nazaret, concédenos el don de tu gracia para que nuestros corazones permanezcan despiertos, con la luz de la fe encendida, especialmente ante las cosas que nos cansan y nos desaniman.