Gen. 18, 20-32; Salmo137; Col.2, 12-14; Lc.11, 1-13
Por: Pbro. Javier Gómez Orozco.
CODIPACS.- El relato bíblico de este domingo nos habla de dos ciudades importantes de la antigüedad, situadas en el margen del mar muerto; en la llanura del Jordán; se trata de Sodoma y Gomorra. La primera era la principal ciudad de la “pentápolis” las cinco ciudades importantes del valle del Jordán. (Sodoma, Gomorra, Adma, Zeboím y Belá, llamada, esta última, posteriormente Zoar).
Las cinco ciudades fueron fundadas por cananeos, familias descendientes de Canaán, diseminadas en la región del valle del Siddim, al sur del Mar Muerto, (Gen.10,19) al cual la Biblia llama “Yam Hammélah” o Mar de la sal; su densidad salina contiene 1.24 kg, por litro de agua y su altitud se encuentra a 435 m. “bajo” el nivel del mar; uno de los fenómenos más originales de la naturaleza. La última ciudad de la pentápolis, Belá o Zoar, se salvó de la destrucción por la intercesión de Lot ante los enviados de Dios a destruir las ciudades malditas.
La etimología del nombre “Sodoma” es un poco oscura; algunos especialistas la ubican con el significado hebreo de “llamas”, debido a la destrucción total sufrida por este elemento según el relato bíblico, a causa de su pecaminosidad y perversidad de costumbres y en particular de los excesos del apetito sexual, concretamente hace referencia a la homosexualidad, como el caso de los sodomitas que querían abusar de los huéspedes de Lot (Gen 19, 5 ss).
La ciudad de Gomorra (Heb. Amorah = de una raíz que significa inmersión, inundar) La catástrofe sufrida por los habitantes de Gomorra, al igual que Sodoma, fue por inundación; el relato bíblico dice que fueron destruidas por Yahvé con azufre y fuego; muy probablemente por explosiones de gas, petróleo, asfalto y azufre que hay en grandes cantidades en el mar muerto. Dichas sustancias pueden inflamarse fácilmente al entrar en contacto con el aire por medio de altas temperaturas o por un sismo y arrasar ciudades enteras como el caso presente.
El castigo impuesto por Dios se debe al pecado de estas ciudades, que el texto dice era “demasiado grave “Así que Dios decide comprobar los hechos de manera personal. La escena se desarrolla a través de un diálogo con Abraham, en una especie de regateo de justos y pecadores hasta llegar a la cifra de diez justos para salvar a la ciudad, lo cual no ocurrió porque no había allí ni diez justos. Más adelante se da el castigo de ambas ciudades salvándose solo Lot y sus dos hijas; ya que su esposa al desobedecer la orden de los mensajeros divinos, de no mirar atrás, quedó convertida en estatua de sal, según el relato bíblico.
Esta leyenda tiene como objetivo mostrar lo terrible de la vida de las dos ciudades y todos sus pormenores. Pero también pone en un punto de especial atención la intercesión de Abraham por los justos y por sus familiares.
Se constata como el hombre en todos los tiempos y sobre todo ante las adversidades o ante el embate de los fenómenos de la naturaleza, recurre a la intervención divina y a su poder para salvarle en estas circunstancias. Es un modelo de oración, de diálogo confiado con Dios para arrancar su favor y misericordia en favor de los necesitados. Pero se pone de manifiesto que la misericordia divina se realiza mediante la justicia y la fidelidad a la fe como lo ha hecho el patriarca; llamado “padre de la fe”; el hombre confiado en las promesas y seguro de la protección y el cariño de su Dios.
La fe es un don divino que recibimos por medio del bautismo, que libre y conscientemente aceptamos, reconociendo que con ello morimos al pecado y resucitamos con Cristo para la vida eterna; así nos lo dice San Pablo en una sencilla y corta catequesis sobre el bautismo y las consecuencias del mismo; en su carta a los colosenses. Pero recibir este don de la vida en Cristo, no solo es un beneficio; es también una responsabilidad.
Los cristianos de hoy fácilmente podemos caer en la tentación de vivir la fe en abstracto; o como una práctica ritual y mágica, tanto en las buenas, como en los momentos de dificultad. Como reza el refrán “al nopal cuando tiene tunas”. Es válida la búsqueda ante la adversidad como lo hizo Abraham o su sobrino Lot; pero no basta en quedarse ahí, hay que tomar decisiones en las que se comprometa la vida propia y la de la comunidad.
La fe tiene dimensión personal y comunitaria que se interrelacionan mutuamente para dar fruto y hacer prosperar la vida de cada uno. Si sometemos la fe solo al ámbito personal, se vuelve fría sin sentido. Es necesario que se haga vida comunitaria y ponga su atención en los aspectos concretos y las necesidades de los demás.
No en vano Jesús enseña a sus discípulos a llamar a Dios “Padre nuestro”; al estilo de una familia, donde el padre tiene la parte esencial en el buen desarrollo de la comunidad. La manera de orar siempre ha sido un distintivo de diversas comunidades que ponen su acento en una u otra particularidad. La primera comunidad discípula de Jesús quiere tener su forma concreta de oración: “Señor enséñanos a orar”, piden a Jesús y en la respuesta del maestro no solo encuentran una fórmula sino un modo concreto de vida.
Les presenta una hermosa catequesis sobre la oración en la cual Lucas pone varios aspectos que el discípulo debe tomar en cuenta dentro de, y para la comunión. “Padre” (Heb. “Abba”) Son las dos primeras letras del alefato hebreo; “Alef” que significa fuerza y se refiere a quien protege, provee, ama y “Bet” que significa casa y expresa la preocupación que un padre debe tener por los miembros de su hogar y ofrecerles todo lo necesario para su sustento.
La repetición de las dos primeras letras define el diminutivo del sustantivo padre, para mostrar la confianza y el cariño que se tiene a la figura paterna. Dios es el padre de todos y el jefe de la casa de todos que es la creación, y al “santificar” su nombre, deseamos que todo mal desaparezca en el mundo para que todo sea armonía y paz; especialmente desaparecer, los males que se anidan en el corazón humano.
El “reino” de Dios no se parece a los reinos terrenales conocidos desde la antigüedad, donde prevalece el dominio de los poderosos sobre los débiles y sometidos. El reino de Dios es de justicia de verdad, de amor y de paz. El reino de Dios como lo presenta Lucas en su evangelio, rompe con el límite que según la tradición separa a los ricos de los pobres, los sanos de los enfermos, los puros de los impuros, los hombres de las mujeres y los santos de los pecadores. El reino que Jesús quiere no es una burda imitación de los reinos mundanos que solo explotan y dominan, sino un reino de fraternidad y de amor entre todos.
El “pan” de cada día danos señor, no en forma individual, sino comunitaria, para mantener la vida no solo personal sino comunitaria; al estilo de las primeras cenas de las comunidades cristianas, es decir verdaderas eucaristías de amor y reconciliación fraterna; por lo que continúa con otra petición que es “perdona” Señor nuestros pecados, bajo la disposición de practicar la misericordia con los hermanos para recibirla de Dios nuestro Padre.
Como seres humanos todos somos pecadores y necesitados de perdón; por ello la confianza en la misericordia de Dios para que nos perdone, lleva el imperativo de perdonar a los demás. Quien no perdona a sus hermanos cae en una de las “tentaciones” que nunca da resultados positivos; la tentación es siempre mala, es por eso que Jesús enseña a los discípulos la necesidad de orar para no caer en la tentación y ser librados de todo mal consecuencia del pecado.
La insistencia de la que Jesús habla en la oración al Padre con la parábola del amigo que viene a deshora a pedir ayuda; resalta la importancia de la constancia en la oración, ya que como dice el refrán: “La práctica hace al maestro”. Quien ora con frecuencia se convierte en experto, encontrará sentido y orientación para su vida y para su fe. En nuestro tiempo hemos descuidado el recurso de la oración, en parte por el torrente de información digital a través de los medios de comunicación; lo cual nos quita mucho tiempo diario para entrar en las redes informáticas de todo tipo, que acaparan nuestra atención, absorbiendo nuestro valioso tiempo. Decía san Juan Pablo II, a propósito de la oración: “Los cristianos de hoy rezan poco; y lo poco que rezan; lo rezan poco”.
De entre las muchas formas de oración que hemos descuidado, está la contemplación y el silencio; que son un espacio donde Dios se comunica y se hace presente para conocerle y hablarle; para entender sus designios y cumplir nuestra misión como hijos amados en este pasajero mundo hasta encontrarnos en su reino definitivo que deseamos y pedimos en la oración que Jesús nos dejó.
Jesús enseña a sus discípulos y a nosotros una manera excepcional de llamar a Dios “Padre” en un ambiente de intimidad y de confianza. Tener a Dios como un “Papá querido “al que podemos recurrir cuando sea, y a la hora que sea a pedir su ayuda; Él estará siempre atento a sus hijos; esta novedad que Jesús presenta de su Padre es un regalo que deja a su comunidad, a su Iglesia, como garantía de la presencia y protección divina y paterna.